La búsqueda de compañía y el verdadero significado de “hogar”

En la mayoría de los casos —y me atrevería a decir que en todos— anhelamos una buena compañía. Una compañía que no solo nos acompañe, sino que se sienta como un hogar.
Y me detengo en esa palabra: hogar. Porque el hogar no es solo el lugar físico donde dormimos; es unidad familiar, comunidad, refugio espiritual. Es el espacio donde la paz, el amor y la seguridad encuentran su raíz. Bíblicamente, y desde lo que Dios nos enseñó, fuimos creados para vivir en comunidad, para compartir, para DAR y RECIBIR AMOR. El amor, esa palabra tan grande, tan profunda, tan transformadora, sigue siendo la fuente de todo.

Si Dios actuara como la modernidad… ¿qué quedaría de sus enseñanzas?

Pero si llevamos a Dios a nuestra modernidad… si imagináramos que Él pensara y actuara como lo que vemos todos los días en las redes sociales, como ese mundo que a veces premia el egoísmo, el individualismo, la desconexión… ¿qué quedaría de sus enseñanzas? ¿Nos gustaría ese Dios si imitara la lógica del “solo yo”?
Una de sus frases más poderosas sigue siendo esta:
“Ama a tu prójimo como a ti mismo.”
Y ahí nace una pregunta que a veces evitamos: ¿qué tanto amor propio tenemos realmente? ¿Cómo podemos amar al prójimo si nos cuesta amarnos a nosotros mismos? ¿Cómo damos luz si adentro estamos apagados?

Hoy se habla mucho de amor propio, de merecimiento, de poner límites, de pensar en nosotros mismos. Y claro, es necesario. Pero poco a poco nos hemos ido acostumbrando a vivir desde el yo, desde la autosuficiencia y desde ese discurso de “primero yo y después yo”, mientras nos quejamos —a diario— de no encontrar conexiones verdaderas, profundas y duraderas.
Nos estamos olvidando de nuestra luz, de esa chispa divina que todos tenemos dentro, de que somos parte de la misma fuente, de la misma creación.

A la mínima falla, huimos… porque “merecemos algo mejor”. Nos llenamos de orgullo sin notar que en el otro también se activan emociones, y que esas emociones también pueden querer huir de nosotros. Que nosotros también en algún momento somos ¨Judas¨. Las relaciones —amistosas, amorosas, familiares o laborales— no son perfectas; son complejas, vivas, humanas, y necesitan construcción.
Y sí, se construyen con diálogo, con sinceridad, pero…. Con la sinceridad del corazón, con presencia y con límites. Pero no solo con los míos. También con la capacidad de reconocer, honrar y respetar los límites del otro. Y ese cuidado no es para retener a alguien, sino para proteger el tipo de relación que queremos vivir. Es la capacidad de aclarar nuestra mente, saber realmente que queremos, como lo queremos vivir y estar presto para ello. 

Cuando empezamos a amarnos desde el corazón, algo adentro cambia. Empezamos a darnos lo que merecemos, y el mundo, de alguna manera, responde igual. Pero la verdad profunda está aquí: ese cambio no inicia afuera. Nada comienza en el mundo externo. Todo nace en el mundo interno.
Lo que llevamos en el corazón es exactamente lo que entregamos.

Yo soy de esas personas que, para algunos, puede ser criticada o admirada por expresar lo que siento. Y no le veo nada de malo. Ocultar lo que se siente es negar nuestra humanidad. Creo sinceramente que el mundo necesita más amor, más compasión, más humildad… y menos egoísmo. Y desde muchos caminos busco crecer, aprender y vivir de la manera más tranquila y consciente posible.

Dios —creamos o no en Él siempre lo buscamos de manera constante, lo buscamos en momentos difíciles o simplemente cuando necesitamos claridad— Él dejó en su palabra enseñanzas para vivir, para trascender, para elevarnos, y para mirar el mundo con otros ojos… tal vez incluso con los ojos de Él.
Sus enseñanzas no pasan de moda, no caducan; son un recordatorio permanente de que venimos del amor y hemos sido creados para amar.

Nuestro corazón libra una batalla constante contra el inconformismo, contra ese ruido interno que nos dice que nada es suficiente. A veces olvidamos que la vida es un aprendizaje continuo, y que cada experiencia es un curso que debemos atravesar. Cambiar el discurso del ego está en nuestras manos. Y sí, es difícil. Incluso yo, muchas veces, caigo en el juego del mundo, me confundo, me envuelvo en el ruido externo y no logro entender nada.

Pero recuerdo:
Soy lo que escucho.
Soy lo que veo.
Soy lo que expreso.
Y también soy lo que permito que toque mi corazón.

Regresando al principio. ¿Que clase de hogar eres?