Romper ciclos: cuando la vida te invita a soltar
Hay ciclos que son difíciles de romper.
Se aferran a ti, se camuflan entre tus rutinas, y los defiendes como si fueran parte de tu normalidad, sin darte cuenta de todo lo que pueden destruir en medio. A veces no lo notas hasta que te toca mirar atrás y reconocer cuánto te dolió mantener algo solo porque te daba seguridad.
La dependencia que no veía
Cuando me separé, dependía el 100% económicamente del papá de mi hijo.
En medio de la separación había varios vínculos: el económico, nuestro hijo y esa idea que yo misma había construido de que, a pesar de todo, teníamos que seguir unidos por “responsabilidad” o “compromiso”. Era una dependencia e idea disfrazada de cariño y costumbre.
Siempre estaba él para cualquier cosa, y estaba yo para cualquier cosa.
Y así, pasaban los días y años, me fui quedando en ese lugar que ya no me correspondía, pero creía que si me correspondía, era como sentir el poder de que me pertenece algo. Fue tan difícil salir de ahí... me costó amistades, parejas y una vida laboral.
Pero sobre todo, me costó reconocer el miedo tan profundo que sentía a soltar lo que era seguro: la ayuda, el respaldo, esa necesidad que yo misma me había creado de sentir que lo necesitaba. Aun con ese deseo tan fuerte que tenía dentro de mí de huir, me quedé.
Y como dicen, los de afuera ven más que uno.
Yo misma defendía una respuesta tan obvia:
“Así estemos separados, seguimos siendo una familia.”
Pero… ¿hasta dónde era real esa idea?
Sin darme cuenta, esa frase se convirtió en una excusa, en una forma de justificar una dependencia emocional y práctica que ya no me dejaba avanzar. Y así, sin querer, eso se volvió parte de mi normalidad.
La transición que la vida me obligó a vivir
La vida, con su forma tan perfecta y extraña de actuar, se encargó de hacer la transición por mí de un momento a otro.
A hoy, el único vínculo que nos une es nuestro hijo.
Y cuando eso pasó, el miedo me invadió. Fue como si me hubieran arrebatado algo: algo que tenía, pero que en realidad no quería. Era esa mezcla rara entre pérdida y alivio. Me resguardé en casa, con días y noches de llanto, tratando de batallar dos guerras al mismo tiempo:
- La primera, enfrentar lo que sentía, aceptar la realidad y soltar lo que nunca debió mantenerse solo por una idea.
- La segunda, ponerme una armadura con las pocas armas que tenía y pararme frente al gigante que yo misma había creado, solo para reorganizar y seguir el rumbo que correspondía.
No fue fácil. Me rompí muchas veces. Dudé de todo. Pero poco a poco, la vida me fue mostrando el camino adecuado.
Creo que el premio más grande fue aprender a tomar mis decisiones sin opiniones ajenas, sin tener que justificarme ni depender de la aprobación o el apoyo de alguien más.
Esa independencia emocional y económica fue mi primer gran victoria.
Y con ella llegó una calma nueva, esa que te dice que aunque no tengas todo claro, al menos sabes que todo lo que viene depende de ti.
Ver el otro lado del espejo
La vida es tan bonitamente rara.
Tiempo después, conocí a alguien. No fue como verme en el espejo, porque ya no era la misma, pero sí me tocó vivir la experiencia desde el otro lado. Desde el lado que a muchas personas que pasaron en mi vida por esa época, les tocó vivir.
Vi reflejada esa lucha entre querer avanzar y no soltar lo que da seguridad. Esa necesidad de mantener lo conocido, lo estable, lo que parece firme… aunque por dentro ya no haga sentido, solo es un eco.
Y ahí entendí algo que no había visto antes:
Todos, en algún momento, defendemos una idea por miedo al cambio, incluso cuando el alma ya nos pide moverse.
A veces la vida necesita desordenarse para encontrar su propio orden.
Sí, se desordena todo: las rutinas, los planes, las certezas. Pero ese caos trae un propósito.
En mi caso, me tocó vivir cómo una vida que venía en su mismo ritmo se rompía, solo porque la vida tomo la decisión por mí. Pero para abrir espacio a una nueva versión de mí. Una versión que ya no actuaba desde el miedo, sino desde la observación y la conciencia. Así mismo usando a una persona que fue mi boleto a ese cambio.
El poder de avanzar con el tiempo
Hoy me doy cuenta de algo muy profundo:
Para el futuro no hay cabida para el pasado.
El tiempo sigue su curso, y nosotros decidimos si avanzamos con él o nos quedamos estancados en lo que ya fue.
Yo elegí avanzar, aunque me temblaran las piernas, porque el miedo era mucho, porque quizás ponía en juego tantas cosas.
Estoy totalmente agradecida con la perfección de la vida, con esa manera tan sabia en que Dios mueve sus fichas. Él quita, mueve y acomoda, y lo hace con un propósito que a veces no entendemos de inmediato.
Todo lo que ocurre tiene un sentido, incluso lo que duele.
Y depende de nosotros decidir qué hacemos con eso que nos pasa: si nos quedamos mirando el vacío o si lo usamos como impulso para dar el siguiente paso.
La autobservación y el nuevo comienzo
Estar del otro lado de todo lo que viví me desacomodó un poco, pero desde un lugar distinto: desde la autoobservación.
Pude ver que aún había aun cosas por resolver, que todavía están ahí suspendidas aun en la dependencia, y lo más lindo de todo es que ahora lo hago con calma.
Ya no hay prisa. Ya no hay miedo.
Solo hay confianza. Esa confianza que se, que la vida siempre resuelve.
Confianza en que cada proceso tiene su ritmo.
En que cada cierre abre una puerta nueva.
En que todo lo que parecía un final, en realidad era una preparación.
Hoy tengo la certeza de que la vida me sorprende cuando menos lo espero, y de que cada paso, incluso los más dolorosos, me estaban llevando justo hasta aquí.
Y aunque aún quede camino por recorrer, lo transito con la serenidad de quien aprendió que la verdadera libertad no está en huir, está en la decisión, está en la transición. Es abrazar ese pasado y soltarlo porque ya no nos pertenece, ya existen otros caminos.
Gracias a mi club de refuerzo y apoyo, que me animaron a escribir este blog y compartir todo desde como Natalia ve al mundo.
Gracias por estar y por escuchar
Se les quiere.
