Cuando el silencio se vuelve maestro: la verdad de estar contigo

Lo que dice la sociedad no siempre es verdad. Son construcciones de ideas que se repiten tanto que terminamos creyéndolas. Desde pequeños, vamos absorbiendo lo que se supone que “está bien”, lo que “debería ser”, y con el tiempo, eso se convierte en una especie de mandato invisible que guía nuestra vida adulta.
Y cuando el otro no vive bajo esa misma realidad, le regalamos culpas, como si su forma de existir amenazara la nuestra.

Estamos diseñados para vivir en comunidad, para compartir, crear, acompañarnos. Pero en medio de esa necesidad de pertenecer, olvidamos algo esencial: también somos seres profundamente individuales.
Cada uno tiene su propio ritmo, sus propósitos, sus proyectos y su forma de entender la vida. Ninguna es más correcta que otra. No todos tenemos que pensar igual, sentir igual o desear lo mismo. Somos una mezcla de historias, de heridas, de búsquedas… y esa diversidad es lo que nos hace humanos.

Aun así, es necesario entender que somos uno solo, y que la primera construcción empieza en nosotros mismos.
Me levanto y construyo por mí, no por ti.
Elijo estar porque quiero, no porque te necesito o porque tú me necesites.

Muchos temen quedarse solos. Les cuesta tomarse un café sin compañía, caminar sin alguien al lado, disfrutar el silencio. Pero lo único que tenemos asegurado todos los días es nuestra propia compañía.
Y cuando uno no sabe habitarse, cualquier ausencia se siente como vacío.

He aprendido que lo que muchos llaman soledad es, en realidad, el encuentro más honesto con uno mismo.
Estar contigo es observarte, escucharte, cuestionarte, y darte lo que mereces sin depender de lo externo. Aprender a ser tu propia compañía no significa cerrarte al mundo, sino saber que, con o sin otros, sigues siendo tú.

También he comprendido que las personas son pasajeras. Pueden quedarse un tiempo o toda una vida, pero nunca serán garantía de permanencia. Lo único seguro —y lo que más negamos— es la muerte.
Y cuando no vivimos con sueños, metas o propósitos propios, nos aferramos a lo que podemos ver y tocar: una pareja, una familia, un trabajo, un rol social. Creemos que eso nos sostiene. Pero cuando cualquiera de esas cosas se desmorona, aparece el vacío.

Entonces llegan el control, la frustración y, muchas veces, la agresividad.
Porque sin un propósito personal, la mente se aferra al otro como un salvavidas. Y cuando el otro cambia, se va o simplemente no responde a lo que esperamos, sentimos que la vida se nos acaba.
Pero no es el otro quien nos falta. Nos falta el sentido.
Nos falta esa conexión interna que nos recuerde quiénes somos más allá de lo que acompañamos o de lo que perdemos.

Cuando el centro de la vida se convierte en una persona, en una familia o en una idea fija, olvidamos lo esencial: todo puede cambiar, menos lo que eres dentro de ti.
Y cuando eso se olvida, todo lo externo se vuelve amenaza. El amor se convierte en posesión, la compañía en dependencia, y la convivencia en control.

Por eso, el trabajo más profundo no es encontrar a alguien, sino encontrarte tú.
Porque si no te conoces, terminas viviendo la vida que te enseñaron, no la que te pertenece.
Y cuando aprendes a sentirte, a observarte y a reconocer lo que realmente necesitas, dejas de culpar al otro.
Comprendes que nadie vino a completarte, que lo que está bien o mal depende solo de cómo eliges vivir.

Cuando el autoconocimiento se vuelve la base, no necesitas llenar vacíos con personas ni con cosas.
La plenitud no se impone, se construye.
Y solo cuando logras estar contigo sin miedo, sin ruido y sin disfraz, empiezas realmente a vivir.

 

Escrito por: Natalia Grajales